“Arqueología sentimental de la ciudad”

La ciudad se está desmoronando,

no puede durar mucho más;

su tiempo ha pasado. Es demasiado vieja…

Le Corbusier

 

 

La obsesión por la ciudad, es la obsesión moderna por un proceso de arqueología mental en la dinámica cotidiana de quienes constituyen y dan vida a este concepto. El “sondeo” de determinadas zonas, registrando como en un cuaderno de notas sus espacios o enclaves, a fin de rememorar una historia visual y sígnica propia, ha sido históricamente caldo de cultivo para la producción cultural contemporánea. La artista argentina Ana Abregú, toma de la ciudad, ese concepto de “lugar de tránsito”, donde se superponen el mapa real y su construcción imaginaria en un repliegue incesante y con ello produce una especie de bitácora majestuosa de ese viaje, configurada a partir de sus habilidades pictóricas.

 

Parte de estas obras, donde la presencia humana son apenas los signos de la arquitectura, de la ruina moderna y de un reencuentro emocional con sus señas de identidad, van acompañando ese sentimiento de derrota que es la ciudad desocupada. Complejas autopistas, rastros de edificios, estaciones, escaleras, parques de diversiones, con ellos Abregú crea una voluntad de hacer emerger realidades subterráneas, captando el espíritu del tiempo, como ejercicio crítico destinado a cuestionar un orden establecido. La deshumanización de los espacios urbanos, adquiere aquí una pose distinta y una relevancia mayor porque es una bandera que se enarbola con cierto lirismo y e incluso con extrañeza.

 

El conjunto de imágenes “reales”, reinterpretadas en su serie “Más allá de la ciudades”, parecen salidas de ese imaginario que es “el libro del viajero”. El uso y soltura, a modo de disolución, que le ofrece el acrílico, le otorga a estas obras un carácter de acuarela citadina, de postal que ha sufrido el revés de la grandilocuencia turística. Sus obras parecen suministrar la evidencia de una verdad simbólica, pero permanente, incluso en algunas la fortaleza cromática contrasta con la soledad de las escenas, sólo para insistir en la tristeza.

 

El deseo por hurgar en la memoria urbana, en los propios condicionamientos sociales y culturales que nos identifican, va acompañado de un ansia ineludible por fraccionar escenarios espacio-temporales, configurando nuevos ‘lugares’, como se construye la memoria personal en el itinerario de un viaje. Abregú transgrede ciertos límites a nivel discursivo, insistiendo en la pintura como lenguaje, desbancando el papel que la fotografía juega en el registro de la ciudad.  La idea de libertad y la eliminación de tópicos, límites y exclusiones sugieren un buceo en su  inconsciente, afrontando de manera elíptica una memoria afectiva con la misma, pero adoptando ese concepto moderno de “estadio de la ruina”.

 

Dentro de esta lógica de ruina, que no sólo es establecida literalmente sobre la arquitectura, sino que refiere más a la melancolía con la que objetivamos el pasado, se mueve una de las mejores series de la artistas Ana Abregú: sus parques de diversiones abandonados. Esta suerte de “poesía de la desidia” se ha extendido como concepto estético dentro de plástica contemporánea. Tal vez porque a las generaciones que ostentan más de 30 y 40 años, les ha tocado asistir a la debacle de la modernidad y con ella al cierre de sus  paradigmas culturales y sociales como si estuviésemos en la antesala del fin de una civilización. El Parque de Diversiones es uno de esos signos culturales que en franca decadencia aluden como metáfora la muerte de las ilusiones, de las expectativas y a la ruptura de los sueños. En desuso en la mayoría de las ciudades del mundo, el Parque ahora deviene una suerte de apología del horror, sin coordenada geográfica concreta, el drama del Parque es universal en tanto pérdida personal. Si per sé la obra de Ana Abregú tiene esa carga apocalíptica, es esta serie la que juega con esa dicotomía entre el “paraíso perdido” y la imposibilidad promisoria de recuperarlo. Sus “anotaciones” pictóricas de los parques, son los intentos fracasados de reconstrucción de la felicidad, la paleta y el uso “acuarelado” de la misma intuyen la disolución, pero a la vez la necesidad de aferrarse a una arquitectura en extinción.

 

Si bien los surrealistas se apropiaron de las fotos callejeras de Eugène Atget, deliberadamente “antiartísticas”, y Walter Benjamin recordaba que aquellos caminos de París estaban representados como si fueran “escenarios de un crimen”. Abregú  se aleja de esa fotografía persuasiva y descontextualizada, pero hereda de ella su carácter  enigmático. El vínculo que une la imagen fotográfica con el mundo ha cambiado por completo el carácter de la representación, sin embargo la artista apuesta al cúmulo de metáforas de la pintura y compite con la idea de imágenes de archivo de emplazamientos deshabitados, abandonados y solitarios. Se entroniza la compleja y también “desolada” realidad latente tras el contraste que supone la existencia humana detrás de estos paisajes.

 

En tiempos de “touristización” del paisaje urbano, como una epidemia de la banalidad, la obra de Abregú nos muestra una suerte de no-realidad descarnada, pero a la vez de un romanticismo en decadencia, exaltando la  violencia como subtexto de sus imágenes. Junto a su registro casi autómata, pero a la vez errático, que traduce en una hermosa metáfora las agresiones que han marcado el paisaje y la experiencia del hombre, Abregú rescata la huella, el aliento cargado de lirismo, la poesía de la tristeza en una suerte de cartografía sentimental de la ciudad. Intenta definir uno o múltiples mapas, transformando el paisaje, aislándolo del detalle y visualizándolo como una reconfiguración alegórica del mismo. Una suerte de expresión de reordenamientos psicogeográficos, de nuevos trayectos, descubrimientos y vías de escape que lo reconstituyen.

 

 

La fotógrafa americana Berenice Abbot dijo alguna vez: “Hacer el retrato de una ciudad es el trabajo de una vida y ninguna foto es suficiente, porque la ciudad está cambiando siempre. Todo lo que hay en la ciudad es parte de su historia: su cuerpo físico de ladrillo, piedra, acero, vidrio, madera, como su sangre vital de hombres y mujeres que viven y respiran. Las calles, los paisajes, la tragedia, la comedia, la pobreza, la riqueza.”. La serie “Sueño bucólico”, en la que Ana Abregú hace un registro de viaje por carretera, no es más que el colofón y la imposibilidad de la artista de cumplimentar con el trabajo de la vida  y opta por el  proceso sanador que es la huída. En esas obras los grises con apenas toques de celestes o sepias, son la banda sonora de la nostalgia, que es el propio autoexilio. Las formas en que el paisaje urbano se va diluyendo en un paisaje semi-rural, son el canto de cisne de la obra de Abregú, su propio repliegue ante una realidad que la supera. Al determinar la pintura como signo en lugar de apostar por el registro impertinente de la fotografía, la artista postula una unidad entre las emociones y otro concepto de temporalización de la historia que mira al futuro, pues su “recorrido” no es más que, como dijera Roland Barthes: el “signo de la futura muerte”.

 

 

Clara Astiasarán